Escribe: Jose Galindez, Presidente cofundador de Solarpack y miembro de LiPADc.
El libro de Matt Ridley es una confirmación necesaria para todos los que, como yo, tenemos un carácter y una disposición intelectual fundamentalmente optimista. The rational optimist ofrece al lector optimista una reflexión estructurada y fundamentada de por qué el hombre en la historia ha ido a mejor a pesar de los agoreros que han predicho lo contrario, especialmente los últimos doscientos años, y porque va a a seguir mejorando.
Antes de entrar a explicar el mecanismo que sustenta la mejora continuada, Ridley nos ofrece una serie de datos que confirman su tesis de que estamos mucho mejor que antes, y que esa ha sido la situación del hombre, con muy pocas excepciones a lo largo de su historia. Así, comparando el mundo en el 2010 con 1955, un surcoreano hoy vive 26 años más y gana también 15 veces más. Un mejicano hoy vive más años que un británico entonces. La mortalidad infantil en Nepal hoy es menor que la de Italia en 1955. El 99% de los norteamericanos pobres hoy disponen de electricidad, agua corriente, sanitarios, y frigorífico. El 95% tienen televisión. El 88% tienen teléfono móvil, el 71% coche un el 70% aire acondicionado. Cornelius Vanderbilt, el magnate del ferrocarril en los 1880 no tenía ninguna de estas comodidades. Ridley emplea diversas referencias para poder comparar unas épocas con otras. Una de ellas es el tiempo de iluminación para leer que puede generar una hora de trabajo. Así, hoy una hora de nuestro trabajo hoy nos compra 300 días de luz para leer. En 1800 compraba solo 10 minutos. La prosperidad es tiempo ahorrado.
Y la prosperidad la genera el intercambio de bienes e ideas y la especialización que producen. La eficiencia que genera esa especialización permite dedicar ese tiempo ahorrado a mas especialización. El intercambio de bienes e ideas es el impulsor más relevante de la prosperidad. Los mercados son los espacios de este intercambio. El mercado como mecanismo eficiente ha funcionado magníficamente bien con productos y servicios, aumentando la innovación y la productividad. Por el contrario, los mercados de activos y capitales son más propensos a burbujas y colapsos y son por tanto menos eficientes y más difíciles de diseñar.
El intercambio es el gran impulsor de la productividad, de la innovación, de la prosperidad. Ridley dice que el intercambio es a la tecnología, lo que el sexo a la evolución. Los mercaderes e industriales no han ocupado mucho espacio en los anales de la historia, pero son sin embargo los grandes protagonistas del impulso económico y del bienestar. Muchos agentes sociales a su alrededor actúan como parásitos, alimentándose de la prosperidad, pero a su vez levantando barreras que en muchos casos acaban impidiendo el intercambio. En momentos de crisis las sociedades tienden a hacerse autárquicas, y se empobrecen como consecuencia.
Ridley destaca el papel de las ciudades en este proceso, como impulsoras del intercambio y del bienestar. La concentración de población en mega-ciudades no es tanto concentración de pobreza, sino precisamente el camino para escapar de ella.
La innovación es el combustible que alimenta el crecimiento económico y lo hace compatible con los recursos disponibles. La alimentación de una población en crecimiento continuo ha sido uno de los focos recurrentes de los pesimistas. Desde Malthus hasta los modernos catastrofistas medioambientales, los pesimistas no han sabido anticipar que la innovación (gracias al intercambio) ha sido capaz de superar reto tras reto. Así, cuando la productividad de las cosechas, a principio del siglo XIX no daba para alimentar a una población en crecimiento, se descubren grandes concentraciones de nitrógeno en forma de guano, que aumenta de manera espectacular la productividad agrícola. Cuando el guano escasea, se descubren en los Andes formaciones fósiles de guano (nitratos de Chile). Entonces a finales del XIX se descubre la manera de producir nitrógeno fabricado a partir del gas natural, dando un impulso decisivo a la productividad agrícola, que llega a nuestros días. Ridley es inmisericorde con la cultura «orgánica» que pretende volver a los métodos y productividades anteriores. Para producir la misma cantidad de alimento con criterios «orgánicos», dice Ridley, se tendría que plantar una superficie adicional del tamaño de Sudamérica. Es también implacable con los detractores de la modificación genética de las semillas para darles protecciones adicionales o características especiales. Sostiene que no ha habido ningún caso conocido de problemas sanitario con alimentos elaborados con productos cuyas semillas hayan sido modificada, y sin embargo el desarrollo de semillas con protecciones contra insectos o parásitos ha reducido notablemente la utilización de pesticidas.
Ridley repasa también la revolución industrial y el papel que la disponibilidad de energía barata y abundante del carbón tiene en su desarrollo. El trabajo físico que hasta entonces hacían los esclavos, siervos o paisanos, lo desarrollan ahora las maquinas impulsadas por el carbón. Ridley es muy crítico con las iniciativas tendentes a sustituir los combustibles fósiles por otras fuentes de energía.
Hay dos puntos en el libro donde difiero claramente de la opinión de Ridley y tienen que ver con la energía. Tiene razón Ridley en el papel decisivo del carbón como impulsor energético de la revolución industrial y como gran generador de energía eléctrica hasta nuestros días. Pero su cercanía y la de su familia a la explotación del combustible le hace ser poco riguroso – en mi opinión – con el carbón y con los problemas medioambientales que su utilización como generador de energía eléctrica plantea hoy. Ridley sostiene que independientemente del efecto medioambiental, como productor de CO2 y de otros gases indeseables (SOx, NOx, etc), el beneficio de aportar la energía al desarrollo de tantos países que lo necesitan justifica su utilización. Bajo mi punto de vista, esto es como justificar la continuación de la contaminación de nuestros ríos y lagos con los efluentes dé industrias y poblaciones en los años 50 y 60 en base a que el coste que implicaría su tratamiento impediría el progreso y el desarrollo. Por suerte para todos, casi todos los países tomaron la otra dirección, y así en las últimas tres o cuatro décadas hemos asistido a la recuperación sistemática de la vida nuestros ríos y estuarios, a pesar del crecimiento de las poblaciones y de las industrias que pueblan sus orillas. Por desgracia, los lechos siguen manteniendo un grado de contaminación alto difícil de contrarrestar.
Esta situación que se planteo con el agua no es muy diferente a la situación que se plantea hoy con la calidad del aire que respiramos y en la que se desarrolla nuestra vida. Sobre todo porque hay alternativas que son capaces de producir energía a un coste relativamente mayor, que no va a tener ningún impacto económico relevante. El mundo ha asistido impasible a la multiplicación del precio de su combustible más utilizado (el petroleo) por tres desde 2005, sin causar un deterioro insufrible en su crecimiento económico. Vivimos una crisis fruto del estallido de una gran burbuja inmobiliaria y de los excesos de un sistema financiero que no nos merecemos, pero no por falta de adaptación a un coste alto del petróleo. Lo que si ha ocurrido es que el precio del petróleo ha desencadenado innovación en la búsqueda de gas no convencional, que seguramente va a sustituir al petróleo en muchas de sus aplicaciones, incluido el transporte.
Otra de las obsesiones de Ridley, que yo atribuyo a su negativa a que le estropeen los paisajes de su Inglaterra rural, es la energía eólica. Ridley tacha a esta forma de generación poco menos que de fraude, afirma que no es bajo ningún parámetro, relevante y que solo existe gracias a las subvenciones. Esta parte del discurso de Ridley la he tratado ya en un comentario a un artículo
suyo en su blog.
En conclusión un libro muy recomendable.