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Por las tierras de Soria

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(Una crónica del periodista Luisma Pérez) 

El escritor inventó unas leyendas. El poeta escribió unos versos. El músico compuso una canción…Y ella y yo, dos caminantes, más por el ritmo que por la rima y la invención, nos pusimos rumbo a Soria teniendo claro que, como con Itaca sucedió, lo importante era el camino y no la última estación…   Como no tenemos coche propio, ni tampoco prestado o alquilado, y no siendo las bicicletas para el invierno ni el modo más apropiado de locomoción para llegar tan lejos, tomamos en la terminal de Garellano (Indautxu – Bilbao) el autobús que siempre nos está esperando…Hasta Burgos, nada hay que decir, porque la ruta, como el trigo, en demasía hemos  trillado, y aunque no está oscura, es como si la tarde fuera noche: nuestros ojos cansados, nuestros ojos cerrados…   El viajero, uno aunque somos dos, dos que somos uno, toma Burgos sin la necesaria excitación. Ya no le llama la atención la hermosa Catedral,  ni la bien labrada puerta que separa lo nuevo de lo viejo, como el río Arlanzón la parte en dos. Se acercan a una librería de la zona noble, tienda donde esperan para sus ojos el regalo de una emoción: ese tomo, primero y último, de Enrique del Rivero; lo que no se ha andado, lo que estos pies, aún curiosos, jamás conocerán…

Con la leve decepción del niño al que su rey mago nada le ha dejado sobre la cama, engañan su estómago con unos pinchos, tapas le llaman por estas tierras, también raciones…Y así, matando el tiempo, como se dice, de regreso a la estación, donde les espera otro autobús,¡ atención: las llaves y las maletas!…Después, curiosamente, aunque la luz del sol se ha escondido, es cuando más se ve. Miran, y a través de la oscuridad ven de memoria. Pero es a la altura de Salas de los Infantes, mientras tuercen a la izquierda, cuando empiezan a contar…Castrillo de la Reina, quizás la madre de los niños susodichos, suponiendo que los de Salas no sean el proyecto de aquellos que con corona esperen a ser rey. Como el lector no tiene a mano el mapa de carreteras, que yo utilizo cual cayado de ciego, le digo que son estos, los que en Salas comienzan a hacer meandros y retorcerse, caminos de asfalto menores, de ahí su color amarillo y su finura, poco tráfico, gana el viajero en seguridad y el conductor en tranquilidad. A medida que se avanza, lentamente se asciende, aunque no se aprecie, de ahí que se precise de la toponimia, viene el nombre en ayuda con sus apellidos, Palacios de la Sierra, que habrá de ser el primero de un quinteto serrano en el que se entromete Vilviestre del Pinar, su origen le delata, árboles altos y hermosos que conforman, más allá de un paisaje, una tierra,

 Tierra de Pinares llamada, el árbol de la riqueza, ni el del bien ni el del mal, ni siquiera el de la ciencia, serrar o talar, librarse de las ramas, quimas en mi infancia llamadas, hasta convertirse en troncos que albergarán la  muerte si sarcófago, y la vida si mueble o el soporte de una cama…Sierras y Pinares: unos llevan la fama y otros cargan la lana. Fama donde en caballo ella y él trotaron: desde Hontoria del Pinar, donde el cañón de un río seco y sin lobos recorrieron…hasta Navas, pasando por Rabanera y Aldea…y lana donde el pinar se desliga del nombre para no hacer redundancia…pero donde el árbol de las piñas es el modus vivendi: Palacios de la Sierra, uno; Regumiel, de la sierra el nombre más dulce, dos; Canicosa, el pueblecito de la mañana de aquel bautizo en el que disputé con mis manos caramelos y otros chuches con chavalas y chiquillos, tres. QUINTANAR de la Sierra, así, según se lee: Quintanar enorme y de la sierra pequeño para esconder la riqueza. Nadie es pobre en este enclave; casas muy grandes, inicio de rutas hermosas como la cuerda del Tres Provincias y las Lagunas de Neila desde la atalaya del Campiña. Quintanar, la cuna de un pelotari, Rai, frontón hermoso ya tiene, le falta el “mundo”: ¡Raimundo! Y le sobra genio y malas maneras a una señora para que, a pesar de sus muchos años, merezca el respeto de este caminante, senderista y montañero que junto a su compañera de fatigas (a veces se cansa tanto…) tomó posada en su hotel, hostal, pensión: digamos casa. Desconozco si todos son ricos en Quintanar; lo que aseguro es que nadie es pobre. Un botón de muestra: un casino enorme tienen, pero privado. La entrada está prohibida para el peregrino, aunque sea para jugar a las damas, aunque el tablero lo traigan de la calle a modo de cuadro recién apuntalado en la cristalería…Dejando atrás una Necrópolis y un museo de huellas de Dinosaurios, el viajero, ansioso de llegar a Vinuesa, penetra en suelo soriano rozando la sierra de la Umbría, manera de decir lo del roce, ni caminan ni besan la tierra, van en autobús, no lo olvidemos. Asciende despacio el autocar, ya falta poco y nadie tiene prisa, lo del ansia era tan sólo un deseo de que Itaca no llegara, al menos al amanecer, ya  con luz, para ver donde empieza la senda que desde Duruelo, de la Sierra, cómo no, lleva a la nunca del todo nombrada Laguna Negra, en Soria el mítico lago, así como Duruelo. Hasta Covaleda llegan, así, el nombre a secas, aunque estos valles sean la verde alfombra por donde el Duero corre, alegre, vital, cristalino, de metáfora poco hay en estos tres adjetivos: algo que recién ha nacido ni triste, ni apagado ni turbio puede ser, en Salduero lo veremos, y en Molinos, qué ímpetu lo que no tiene ni una hora de vida. Anda, camina, remonta el río como el salmón…y llegarás al vientre que le ha parido. En la nieve del pico Urbión incrustado, como un cordón umbilical, un tubo de metal por donde el río Duero nace y nace sin cesar, siempre igual, siempre distinto: el que con el cuenco de su mano beba agua de este río nunca la misma será…aunque igual sea el agua siempre…                                                                                                                                     

      Y por fin, Vinuesa…¡Vinuesa, por fin! El “Visontium” de los iberos, y quien sabe si, por herencia, de los romanos. Como dijo aquel, posiblemente, ¡el pueblo más bonito del mundo!…o, al menos, el más hermoso de la tierra que nuestros pies han pisado: sus luengas y angostas calles; sus pétreas y labradas casas y palacios; sus puertas, ventanas y balcones; sus escaparates que con la luz de la cerilla de unos ojos se iluminan. Esta noche, mientras nosotros dormimos, dormirá Vinuesa. Mañana, luego del desayuno que a la mesa del comedor nos traerá Crescencio, partiremos como el montañero al que la predicción del tiempo le prometió tempestades. Soñarán: ya están soñando. Sentirán: ya están sintiendo. En su cabeza, blanda; en su rostro, fresca. La nieve: siempre igual, siempre distinta. Metáfora de aquel bíblico maná que alimentaba a los hambrientos.

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Luisma Pérez

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