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El mejor cubo de agua

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CarmenPerezEscribe: Carmen Pérez
Estaba acompañando a una persona muy cercana a mí, mientras se unía a la campaña de concienciación y apoyo a la investigación de la ELA, enfermedad terrible y cruel, donde las haya, cuando alguien de los presentes me preguntó: «Y tú, no te animas?»
Y, de repente, se me removió algo por dentro y reviví en ese momento y sigo haciéndolo ahora, esos tres años en que acompañaba un día por semana a una persona afectada de ELA.
Cuando volvía a casa, después de haber pasado la tarde con ella, sentía una paz y una felicidad profundas, quizás porque recibía mucho más de lo que daba.
Durante todo el primer año, cuando la enfermedad aún no había mostrado su versión más terrible, salíamos en la silla de ruedas, íbamos a alguna terraza a tomar algo, hacíamos algún recadito, nos encontrábamos con gente conocida y ella siempre con su sonrisa, sin la más mínima queja, transmitiendo paz…..
Si el tiempo no acompañaba nos quedábamos en casa leyendo ( yo le pasaba la página y le ponía una pincita para sujetarla) textos tranquilos, de los que daban paz y serenidad.
También la distraía mucho el ordenador, gracias a un programa de control con el iris que acababa de ser creado. Con gran constancia y muchísima paciencia consiguió dominarlo y ello le abrió un mundo de posibilidades. Podía comunicarse, leer libros y periódicos………..¡ estaba feliz!
Pero la cruel ELA seguía avanzando y clavando sus garras en ese cuerpo cada vez más indefenso y débil.
Ya no salíamos a la calle. La movilidad era casi nula, la respiración muy dificultosa y hacerse entender casi imposible.
Un día, al llegar a su casa me encontré con un viejo conocido, cuya esposa había fallecido recientemente de ELA. Había llevado un tablerito con el abecedario.» Ya no lo necesito» dijo, y me enseñó a manejarlo para que nos pudiéramos comunicar. Enseguida le cogimos el «truquillo». «¡Que bien me entiendes!» – decía- y, sinceramente, me sentía feliz y me llenaba de paz.
Recuerdo que me decía: » Lo que más me duele es no poder abrazar ni coger en brazos a mis nietos».
Un día, cuando ya nada le respondía y la cruel enfermedad se había apoderado casi hasta el extremo de su frágil cuerpo, le recordé una frase que habíamos leído en uno de los libros que tanta paz le daban: «Siéntete rodeada por los brazos del Señor» y ella, que era una persona de fe, sonrió de una manera muy especial.
Por eso, cuando en nombre de todas mis compañeras me pidieron que pusiera una frase a modo de despedida, no lo dudé: «Tu sonrisa se ha hecho eterna en la paz del Señor»

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